La maternidad divina

Desde los tiempos antiguos la bienaventurada Virgen María es honrada con el título de madre de Dios a cuyo amparo los fieles acuden con sus suplicas ante sus peligros y necesidades, en el concilio de Efeso, el tercer Concilio Ecuménico convocado por el emperador romano Teodosio II, con la aprobación del Papa Celestino, se discutió si la Virgen es madre de Cristo o madre de Dios.

Se definió entonces el dogma de la maternidad divina, un tema apropiado para reflexionar en Navidad. 

Si imitamos a María, participamos de su maternidad espiritual. Una de sus virtudes el silencio, trabajar sin que se note, sin palabras, pero con el testimonio de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar FIAT (en latín "hágase), que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios.

En palabras del Papa Francisco, si imitamos a María podemos lograr que Cristo nazca por la gracia en el alma de muchos.

La familia sigue diciendo el Santo Padre, es el ámbito no sólo de la generación si no de la acogida de la vida como regalo de Dios. Los hijos son amados antes de que lleguen. Dios toma siempre la iniciativa y los niños son amados antes de haber hecho algo para merecerlo.

En Ecuador, muchos niños son rechazados, abandonados, robadas su infancia y su futuro. Conocemos el caso de un maestro con doble familia que sedujo a una de sus alumnas jovenes que llegaba de un pueblo pequeño a estudiar y la inocente joven ya tiene cinco hijos en situación de pobreza.

Si un niño llega al mundo en circunstancias no deseadas, los padres u otros miembros de la familia, deben hacer lo posible, para aceptarlo como un don de Dios y asumir la responsabilidad de acogerlo con apertura y cariño.

Hay que evitar que un niño piense que su nacimiento fue un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres.

El don de un nuevo hijo comienza con la acogida, prosigue con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como destino final el gozo de la vida eterna.



El embarazo es una época difícil, pero también es un tiempo maravilloso. Cada mujer participa del misterio de la creación que se renueva en cada generación humana.

La mujer embarazada puede participar de ese proyecto de Dios, soñando con su hijo y dentro de éste sueño en un matrimonio cristiano, aparece el nombre y el bautismo.

El sentimiento de orfandad que viven niños y jóvenes repite el Santo Padre, es más profundo de lo que pensamos. Es legítimo e incluso deseable que las mujeres quieran estudiar, trabajar, desarrollar sus objetivos, pero no podemos olvidar que la primera realización personal es que los hijos necesitan su presencia.

Al haber disminuido la presencia de la madre y el cultivo de sus cualidades femeninas, ha sido un riesgo para nuestra tierra. Sus capacidades femeninas en especial la maternidad, le otorgan unos deberes para una misión específica en la tierra y que para el bien de todos, la sociedad necesita proteger y preservar.

Las madres, son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta. Ellas son el testimonio de la entrega, de la ternura y de la fuerza moral.

Las abuelas, trasmiten el sentido más profundo de la práctica religiosa, en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción. Sin las abuelas no habría nuevos fieles, y la fe perdería su valor.

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